domingo, 28 de septiembre de 2014

Maratón de Zaragoza 2014. Fotos

En  2012 estuve haciendo fotos de la maratón de Zaragoza. El año pasado la corrí. Este año he vuelto a hacer de fotógrafo. Si sigo esta cadencia al año que viene me toca correrla. Hoy, entre que  el  día estaba gris y que no debía de estar yo muy inspirado, no me han quedado unas fotos tan bonitas como las del 2012. Pero a cambio... he hecho bastantes más. Las fotos corresponden a la llegada a la Plaza del Pilar (km 42) desde la calle Alfonso y abarcan al personal con tiempos de llegada entre  3:30 y 4:30  más o menos. También he tomado unas pocas  en el km 37 de gente con tiempos algo inferiores a 3:30 creo, justo hasta que se me han acabado las pilas, como me suele pasar en las ocasiones importantes, y he tenido que ir a comprar unas a una tienda de recuerdos de la calle Alfonso, donde he retomado la faena. Por último, ya cuando me iba a casa, he sacado un par de fotos del último clasificado que se acercaba a ese km 37 seguido de un espectacular séquito de patinadores y demás personal de apoyo. Tiene gracia el asunto: llegas con un tiempo de 4:45 y no sales ni en la foto, pero el último recibe casi tantos honores como el primero. Así son las cosas.

Bueno, no me enrollo más y pongo a continuación algunas instantáneas. El resto, hasta 536, las podréis ver en el siguiente enlace. Y si alguien quiere una copia a máxima resolución, no tiene más que pedírmela, aunque descargándolas directamente tienen un tamaño más que aceptable.


Lucas, uno de los fenómenos de mi grupo 7:45 acercándose al km 37. Para él un aperitivo para los 103 km de la Ultra de Guara de la semana que viene. Ahí es nada.
El gran Paco, que fue mi guía durante mi primera media maratón, luciendo el nombre de nuestro pueblo, Barbastro, en el dorsal. Elegante y discreta combinación de colores.
El globo de las 3:30 a 5 km de la meta.

sábado, 20 de septiembre de 2014

Los veranos de la huerta Maza

Artículo publicado en el extra de fiestas de "El Cruzado Aragonés". Septiembre de 2014.

Para los que nacimos en la década de los 60, aquel descampado, hoy cívicamente reconvertido en amplio aparcamiento,  fue durante muchos años lo que hoy son las colonias urbanas, los campus de futbol, etc. Solo que entonces no había monitores, ni horario, ni programa, ni cuotas a fin de mes. Aunque eso sí, teníamos lo fundamental: un largo verano por delante y poco que hacer en casa.  

Por alguna razón que desconozco los chavales hasta los 15 años no tienen mucha afición por algo tan conveniente como la siesta, aunque estén cayendo 40º y sean las 4 de la tarde. Los que ahora tenemos hijos sabemos lo que es que no te dejen ni echar una cabezadita a esas horas en que la conciencia se presta a darnos una tregua reparadora. Justo en ese trascendental momento, nuestros queridos retoños suelen poner todo su empeño en mantenerle a uno despierto con los métodos más crueles y refinados; peleas furibundas, gritos espeluznantes, estentóreas risotadas, etc. Pero como decía, por aquella época, era acabar de comer y, al menos mi hermano y yo, nos tirábamos a la calle sin esperar a ver que decía el hombre del tiempo ni nada. No sé si mis padres se echaban la siesta o no, pero si no, desde luego que no era por nuestra culpa.

Para hacer hora mientras bajaba el resto del personal  nos entreteníamos intentando capturar alguna lagartija hurgando con palos en el muro que daba a la plaza de Guisar. En una casa de esa misma plaza pasaban los veranos un par de chicos de Barcelona, el Oscar y el Robert con los que hicimos amistad. Entre ellos se llamaban así, con el  “el”  delante, cosa que nos chocaba un poco, pero que debía de ser normal en aquellas tierras. Su madre, que también los llamaba de esa forma, nos daba de merendar tomate rallado con azúcar y pan. Algo también extraño, pero que tras las primeras reticencias nos zampabamos sin mayor objeción. Como eran de Barcelona, tenían muchas más cosas que contarnos que nosotros a ellos. De las más recurrentes eran las historias sobre bandas callejeras que hacían la vida imposible a cualquiera que no fuera lo suficientemente duro para plantarles cara. Menos mal que yo vivía en Barbastro, si no difícilmente hubiera sobrevivido en un ambiente tan salvaje.

Hablando de meriendas, recuerdo una en concreto que me impactó la primera vez que la vi y que todavía evoco cada vez que veo unos pimientos verdes frescos. Décadas antes de que Ferrán Adriá pusiera de moda la deconstrucción en la cocina, aquí ya se había llegado mucho más lejos. Estando yo bajo el gran plátano que todavía da sombra frente a lo que queda del Moliné veo llegar a un chaval con un pimiento verde en una mano, cogido a modo de cucurucho, y casi media barra de pan en la otra. Al acercarse observo que el pimiento, al que se le ha quitado la parte del tallo y las semillas, está lleno de aceite de oliva. En él, el oficiante va untando el pan alternando con mordiscos al propio pimiento conforme va disminuyendo el nivel del aceite. ¿Puede haber algo más minimalista y moderno? Lo dudo.

Plaza de Guisar, en frente estaba el solar al que llamábamos "La huerta Maza". Foto del padre Castell, gentileza de Paco Molina.


Pero volvamos al tema. Después de la merienda, cuando el sol ya aflojaba un poco, llegaba el plato fuerte: el  partido de futbol. Y entonces era cuando los menos dotados para el deporte nos dejábamos de fantasías y pasábamos a ocupar el lugar que realmente nos correspondía en la escala social: el último. Una pareja de los que se autoproclamaban mejores, aunque a veces solo eran los más gallitos, lo que a efectos de escalafón venía a ser lo mismo, echaban pies y empezaban a elegir alternativamente a los miembros de cada equipo. Al final siempre quedábamos los mismos. Y entonces llegaba uno de los momentos más humillantes que un ser humano puede vivir:

 – Venga – decía uno de los capitanes –  te doy a estos tres y me quedo con el flaco.
 – Vale. – zanjaba el otro.

Yo estaba entre los tres.
Un diálogo similar a este supongo que habría sido habitual en los mercados romanos de esclavos cuando  se remataba un trato.

A pesar de todo, incluso los que jugábamos de relleno, pasado ya el mal trago de las alineaciones, vivíamos aquellos interminables partidos con verdadera pasión. Apurábamos hasta que ya no se veía ni la pelota. Solo entonces nos despedíamos emplazándonos para el día siguiente y nos íbamos a casa a cenar, resudados y con la cabeza llena de las historias que habíamos oído, de las jugadas que habíamos hecho, de los goles que habíamos metido.  De aquella segada que le hice al delantero del equipo contrario y que mereció aquel “bien hecho Puertas”, de mi capitán, que me hizo sentir por una vez  parte importante del equipo y que paladearía tantas veces aquella noche, y muchas otras noches, mientras caía rendido soñando con futuras jugadas. Jugadas que mi mente hilvanaba con mucha más gracia que mis piernas.  Quién sabe, quizá al día siguiente podría rozar otra vez la gloria. Aun quedaba tanto verano por delante.